A lo largo y ancho de la Tierra de Hierro se cuenta una leyenda de cuatro héroes que cayeron en desgracia. Dicen que la historia habla sobre traición, pero ellos se volvieron desgraciados por rebeldía.
La oí una noche en la Taberna de los Sufridos. La llaman así porque se encuentra en los límites de las Tierras Olvidadas. Es la última parada para los que se aventuran hacia el norte y el primer refugio para quienes huyen hacia el sur. Allí se congregan las historias más tristes y dolorosas, aunque esta no creo que sea una de ellas.
Mi nombre es Narrat Fabulas, soy un curioso que recorre el mundo en busca de leyendas que deberían ser contadas. Toma asiento y presta atención a lo que tengo para decir. Hoy, mi querido amigo, te contaré la historia de Los Desgraciados.
Era de noche. Llovía. Estaba sentado en un rincón de la taberna al que apenas llegaba la luz de las velas. Tenía un vaso vacío en la mano y una desilusión en el corazón. El lugar se llenaba de murmullos, pero ninguno contaba una historia que me pudiera interesar. Quizás era momento de irme a dormir.
Fue entonces cuando un relámpago iluminó la noche. Me detuve, asustado, frente a la imagen que ese destello fugaz me había revelado. Al otro lado de la taberna, junto a la escalera que conducía hacia mi dormitorio, se sentaba una figura tan oscura como las sombras. Resguardaba su rostro bajo una capucha, pero sentía que sus ojos apuntaban hacia mí.
Quizás estaba delirando. El alcohol y mi obsesión por no perder otra noche más sin oír una buena historia podían estar jugando con mis sentidos. Sí, era una buena explicación; pero cuando la tormenta volvió a arrojar su luz sobre nosotros, la sombra que me vigilaba seguía allí.
Descubrí entonces que alguien se había sentado a mi lado. Era un muchacho de aspecto deplorable y mirada pretenciosa. Me preguntó si le invitaba un vaso de cerveza, y me prometió que lo pagaría luego de cobrar una recompensa. ¡Me negué firmemente! Yo no creo en promesas de extraños, y menos de esos que se sientan en mi mesa sin invitación. Pero el muchacho insistió, y me dijo que no todas las deudas se pagan con monedas.
Cuando la luz volvió iluminar la taberna, descubrí que mi vigilante ya no estaba en su puesto. Ordené entonces un vaso de cerveza, y le pedí al joven que me contara una historia que yo no conociera. El muchacho me sonrió con confianza y me preguntó: «¿Has oído a hablar de los Desgraciados?».
Al Oeste de la Tierra de Hierro, entre las aguas que casi se tocan, existe un pasaje que se esconde entre la selva, a través del cual se conocen el Norte y el Sur. Durante muchos ciclos del universo, reyes y reinas se disputaron aquel paso; pero ninguno pudo mantenerlo por más de una estación.
Cansados de la guerra, los cuatro reinos más poderosos llegaron a un acuerdo y decidieron reconocer como dueño legítimo al ganador de un último combate. Cada corona elegiría su campeón, que se enfrentaría a los otros en un único duelo, y el sobreviviente reclamaría el dominio sobre aquellas tierras.
Pero elegir a su guerrero más diestro no era suficiente para ninguno de estos reyes, ellos querían a toda costa poseer la tierra que no se podía conquistar, y harían todo lo posible para conseguirlo. Por eso, cada reino fabricó un arma mágica que ninguno de los otros pudiera vencer.
El Rey del Sur forjó una daga de hoja ancha que su dueño podría estirar a su voluntad, incluso más allá de hasta dónde llega una lanza. Sin embargo, para poder utilizar el poder de esta arma, debería renunciar al habla; motivo por el cual la llamaron Lengua.
El Rey del Oeste forjó dos hojas curvas de un solo filo que se unían por un mango. Al blandirla, su dueño podría oír los pensamientos de quienes estuvieran a su alrededor, a cambio de renunciar a sus oídos; motivo por el cual la llamaron Orejas.
El Rey del Norte forjó dos brazales con tres cuchillas cada uno, semejantes a las garras de un oso. Aquél que fuera cortado por el filo de sus hojas terminaría convirtiéndose en piedra. Sin embargo, para que su magia tuviera efecto, su dueño debería renunciar al tacto y a la movilidad de sus dedos; motivo por el cual las llamaron Manos.
El Rey del Este forjó dos escudos puntiagudos que se fijaban a los brazos por brazales. Quien los usara podría ver su futuro inmediato y lejano, a cambio de renunciar a su vista; motivo por el cual los llamaron Ojos.
Los gobernantes se reunieron para presenciar el combate que decidiría el destino del pasaje. Los campeones, sin embargo, no estaban dispuestos a morir ni sacrificar sus lenguas, oídos, manos y ojos por ambiciones ajenas. Allí, donde todos los caminos se unen, los guerreros traicionaron a sus reyes y derramaron su sangre con sus propias armas. Luego huyeron hacia las Tierras Olvidadas, donde la justicia jamás pudo alcanzarlos.
Aún existe en el Norte una orden de asesinos expertos. Dicen que se mezclan con las tinieblas y que te roban la vida con la misma paciencia y sigilo que el tiempo. Un trabajo bien pagado por unos, y muy temido por otros.
Los dirigen cuatro maestros: uno que no habla, otro que no escucha, otro que no toca y otro que no ve. Cuentan que, cuando alguno de ellos muere, uno de sus aprendices ocupa su lugar.
Oí esta historia una noche tormentosa, en la Taberna de los Sufridos, de la boca de un prófugo. Había asesinado a la hija de una terrateniente y había huido con un tesoro. La terminé de creer a la mañana siguiente, cuando encontraron al muchacho en su cama con una mueca de terror en su rostro. Su cuerpo se había convertido en piedra.
Jamás volví a ver al vigilante entre las sombras, pero seguro que él se llevó el tesoro como pago. Ahora le pertenece a los líderes de la Orden de la Muerte: al Sordo, a la Muda, a la Ciega y al Manco. Esos que alguna vez supieron ser héroes, pero que se volvieron mercenarios. Guerreros corrompidos por el poder de sus armas, a los que sus reinos llaman Desgraciados.
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